Mira hacia el cielo vacío. Deben ser las diez, calcula, por la altura del sol. Un gallote solitario rompe la soledad del firmamento. A su alrededor todo es plano, árido, sin colinas, ni siquiera una roca, mucho menos un árbol. A ambos lados los rieles convergen hacia el horizonte. Él quiere averiguar qué dirección seguir, pero sus puntos de referencia —los rieles y el sol— no le ayudan. Pronto será la hora más caliente y el desierto será insoportable. Moriré por deshidratación. Si sigue los rieles tarde o temprano llegará a algún lugar habitado, y tal vez entonces...
Mira de nuevo hacia arriba y ve cruces negras en el cielo: ahora son dos gallotes cuyas siluetas cruciformes trazan círculos lentos, amplios, amenazantes.
Horas después el sol cae verticalmente y ha reducido su sombra a un círculo insignificante. Mediodía. En una o dos horas habrá pasado lo peor. Arriba, media docena de gallotes planean en un círculo más pequeño, pero definitivamente centrado sobre él. "He caminado por una hora y aún me siguen", se aterra al pensar en las intenciones de aquellas carroñeras hambrientas. "¡No puede ser!". Pero tiene que ser por él, pues no hay ningún otro ser vivo en aquel interminable tablero de arena. Si no son los gallotes serán los gusanos. Pero, por qué preocuparse, si ya para entonces no sentirá nada.
El círculo de gallotes, esta vez en números mayores, lo acecha aún. ¿Quién los llamó? ¿Cómo saben? ¿Será que el mismo cielo les pasa la voz? Sí. Ellos oyen una voz, una voz que dice cuándo, dónde y qué —y en este caso—, quién. Y ahora él los comprende. Ellos también tienen derecho. Tienen hambre y sed igual que él. A pesar de que son sucios y feos, no son malos. Simplemente hacen lo que otros desdeñan: limpian el lugar y aprovechan los desechos. Sí. Ahora él se identifica con ellos, son inofensivos al contrario de muchos humanos, no le hacen daño a nadie mucho menos a los de su propia especie y no ocupan espacio pues se mantienen en lo alto, cerca de Dios, como deberíamos hacer nosotros.
Él se da cuenta que ellos no son una amenaza sino un llamado, su último llamado. Calladamente rechaza su existencia y se une a las cruces que lo llaman y que ahora, al verlas más de cerca, parecen palomas blancas. Entonces se eleva con ellas en espirales ascendentes, alejándose de las arenas calientes y los rieles que lo hubieran llevado a algún lugar desconocido allá abajo, lejos de Dios.
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© 2008, Raúl Cuestas
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