Era como un pájaro de alas rotas adherido a las paredes de un acantilado en la inmensidad de una noche oscura. Apenas se atrevió a dirigir unas palabras de arrepentimiento a quien se hallaba a su lado.
Ahora reza. Ora con devoción y con la esperanza de que, con sus súplicas, el Dios sobrenatural pueda salvar su alma errante que el destino arrastra. Pero la cruda realidad le susurra al oído que no tendrá manera de salvarse del inminente y trágico final.
Como ráfagas de tempestad llegan a su mente las escenas que había vivido. Sigue impresionado por la violencia absurda que estoicamente tuvo que presenciar. Traición, captura, tortura, dolor, angustias, agonía lenta y la inminente muerte de un inocente inquietaron su alma. Y llega el desasosiego, la ira, y ese gran nudo de tristeza en la garganta y lágrimas de dolor que aún quedan en sus ojos.
Ya casi sin fuerzas, desesperado y desesperanzado, aterido por el helaje de esa tarde tan negra como el peor de los sueños, inicia por decimocuarta vez la misma y única oración que recuerda. Se da por vencido y, como un malabarista en apuros, vuelve su rostro pálido hacia el abismo y abre sus brazos para dejarse caer en el vacío inevitable.
Ya tomando el rumbo de la muerte, piensa en su joven esposa y sus pequeñas hijas. Una corriente líquida empieza a correr en su interior. De súbito, fluye con vertiginosa rapidez y su volumen aumentado se transforma en la majestuosa corriente de un caudaloso río, un río más rojo que el más rojo de los ríos, salpicado de lágrimas que emergen rápidamente como impulsadas por brisas huracanadas.
Como atendiendo una orden invisible, el río llega al nivel salvador de las fuerzas de la vida. Lentamente se apaciguan sus aguas como guiadas por una mano divina que con mágico ademán transforma en un apacible lago cristalino de aguas rutilantes de donde emerge la luz celestial que bondadosa lo espera. ¡Oh, Gran Espíritu de los cielos! Ha llegado la anhelada salvación de este y la de millones de pecadores que han estado colgando de los malditos maderos.
Ahora siente la confianza y placidez que da estar en paz con Dios y con el mundo. Desea con fuerza irresistible llegar a este sitial sagrado llevado de la mano divina para nunca jamás olvidar ese inmenso poder de Aquél que derramó su sangre y sus lágrimas para salvarnos de las profundidades del abismo insondable.
Y allí mismo, en ese preciso instante, antes de soltarse en brazos de la muerte, siente la liberación de su agobiado espíritu al escuchar una voz moribunda que emerge de lo más profundo de las entrañas y le responde: "En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso".
---
© 2008, Francisco Restom Bitar
Puedes saber más del autor [[AQUÍ]]
www.miniTEXTOS.org
No hay comentarios:
Publicar un comentario