Creo que es el 8 de marzo. La beso suavemente en el cuello. En las orejas. Puedo sentir mis manos llenas de su espalda. Le bajo la bragueta del jins. Susurra. También yo susurro. Ambos nos dejamos ir. Toco ciegamente el bulto blando de su pubis. Pienso en infinitos campos de arroz, en cebada molida. Mi boca entra dentro de su boca. Un solo de guitarra, malévolamente lento, se deja escuchar por las bocinas del Sony. ¿Cómo son los olores de los cuerpos? Me pregunto. La mitad de la ventana entreabierta deja que la brisa sople las cortinas de flores. Suenan en su soplido como el sueño de las ballenas. Repaso de nuevo su boca. Estómago contra estómago. Sus piernas torneadas y grandes entre mis piernas torpes. Sueño de nuevo con las ballenas en la sepultura del mar. El vientre ahuecado, maravillosa caverna para hundir mi cabeza de trueno. Esta vez libero mi lengua, que redondea con la punta el delicado ombligo, ese huequito ahondado, que me parece el lugar más tierno que he descubierto. Sirvo dos tragos de ron con soda. Investigo su coreografía hogareña como un alelado. Mis manos se alargan, hasta buscar no sé que orgasmo en la caricia de sus muslos apretados y buenos. Lloro también largamente, cuando el corazón se me sale, por ir a buscar no sé qué mandado, a nadar con las ballenas en las islas Galápagos. Pero los peces no duermen nunca y desde aquí el color azul me tiñe de ti.
Ofrezco la recompensa, nos rozamos buscándonos en la oscuridad, como ciegos, como claustrofóbicos. A tientas puedo dar con tu boca. Pienso en el bolero, en su estructura de barco en el oleaje calmo. Intercambio de saliva. Tú y yo arrancamos el rosario donde leyeron sus plegarias los monjes y los tocadores de bongoses. Me entretengo en la puerta donde tú me dices adiós. Yo desde el lago que llevas, y cuidas como un charquito al borde del Monte Everest. Y trepo desmesurado. Meo los templos, como un loco que ha podido escuchar la música que sale del tambor que mandó hacer la diosa ssss, parecida a la culebra, a las canciones de viejos aparatos RCA.
A todo esto, entro a la cantina y veo a mis amigos llorando la muerte de mis parientes. Hay mucho pescado frito. Bandejas de arroz sancochado. Y tú, en una esquina, insinuándote con tus muslos que sobresalen por entre la falda, cuando sabes que en luto no puedo.
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© 2008, A. Morales Cruz
Tomado del libro "Lejanos parientes indecentes" (UTP, Panamá, 2007).
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