La primera vez que vi una mujer desnuda tenía ocho años y estaba escondido en un cuarto vecino, debajo de una mesa de comedor —esas de latón y sillas forradas con plástico multicolor que abundaban en las casas comunales—, y pretendía asustar a una muchacha muy guapa a quien le decíamos "Chela".
Ahí estuve metido no menos de 20 minutos, esperando que ella regresara tal vez de la tienda, decía yo, para salir de mi escondite dando alaridos. Sabía que ella se asustaría y hasta podría desmayarse de la impresión, y eso a los ocho años, cuando se es exquisitamente cruel, era expectativa fascinante.
La oí chancletear en el pasillo mientras el adolorido entablado crujía bajo sus pies, entró a su cuarto, tarareaba, y cerró la puerta. Mi corazón latía veloz, retumbando como tambor de guerra. Sólo le podía ver de la pantorrilla para abajo. Cuando estaba preparándome para aparecer en estampida de debajo de la mesa, y aferrarla por el tobillo con mi grito fantasmal, bien práctico y a flor de labios, vi que una toalla se deslizó desde lo alto.
Podría haber sido cualquiera otra la causa, pero en ese momento pensé que esa toalla había caído al suelo porque su dueña venía del baño y no de la tienda, y que en ese momento estaría sin ropa alguna a menos de un metro de mí. En esos largos ocho años de vida, las únicas mujeres desnudas que había visto eran mi madre y mi hermana, que para mí no eran féminas comunes ni corrientes, y representaban tanta fuente de erotismo como un sartén o un vaso con agua.
Con sigilo de guerrero ninja me asomé para ver si era verdad que no tenía nada puesto, y me encontré con esa estatua de caramelo, que desde abajo se veía monumental, ciclópea, el cuerpo todo tachonado con gotitas de agua pura, que parecían cápsulas con gelatina de diamantes dentro, y titilaban nerviosas cual lentejuelas de cristal. Era una joven saludable, con las carnes firmes y de buen color, propias de la primera edad. Pude fijarme en todo —más aterrado que admirado—: en sus nalgas musculosas, la dureza crítica del pecho de paloma, y la amplitud maravillosa de su espalda. Pero, principalmente, caí en la cuenta de aquel brillo azabache que manaba del exagerado musgo imperativo que llevaba aislado al sur de su hermosura.
Cuando dio la espalda para agacharse a buscar algo en el gavetero, tal vez su ropa interior, lo que vi provocó en mí un colapso de espanto. Tanto, que eché a correr. Fue una estampida frenética, que dejó tras sí un reguero de platos rotos, muebles caídos, cortinas rasgadas, y hasta una chancleta vieja que quedó como evidencia del delito en la escena del crimen.
Ella también se asustó, y le dijo a mi madre, cuando fue a poner la queja, que estuvo a punto de desmayarse por la impresión, así que parte de mi plan estuvo a un segundo de dar resultado. Ellas eran buenas amigas, así que terminaron riéndose a carcajadas de mi ocurrencia, pero nunca creyeron del todo que fuera producto de una travesura inocente que salió mal.
Con el tiempo aprendí que, aunque se tenga un buen plan, es bueno tener ideas alternas, para aplicar en caso que alguien se agache para darte un susto.
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© 2008, Eduardo Soto
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3 comentarios:
Como dijo CARLOS FONG, e sunnuso exquisito del lenguaje, literatura del brother EDUARDO SOTO, y si, JOSÉ LUIS, tienes razón, nunca se pierde el asombro, siempre es la primera vez!
Muy bien y bellamente redactado, mi cuate. Y terminas esa experiencia que nos hace soñar con una moraleja. Felicidades en el 2008, Chente.
Eduardo Soto, desde la aparición de su hasta ahora único libro, "Cuentos nada más", demostró ser un diestro cuentista. Este relato inédito ("De niño ante una mujer desnuda")certifica que mantiene su capacidad de asombrarnos; lo hace con un lenguaje depurado, poético, sugestivo; dosificando la tensión, retrando creativamente objetos, ambientes, situaciones, personajes, pero sobre todo emociones.
Enrique Jaramillo Levi
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