(...) sois semejantes a sepulcros blanqueados.
—Mateo 23, 27.
—Mateo 23, 27.
Cuando la oí por primera vez miré hacia ella esperando tal vez encontrar un ángel o una hurí escapada del edén islámico. Bienvenidos, pasen adelante. Sus palabras eran un susurro suave, relajante, voluptuoso, que sobresalía sobre los ruidos insulsos de aquella recepción. Su voz, cristalina y profunda a la vez, hacía juego con su apariencia sofisticada, aristocrática, segura de sí misma. Su cabello elevado, su cuello de cisne, la elegancia deliberada de sus movimientos y el porte refinado de sus ademanes dejaban entrever una persona extraordinaria y una alcurnia fuera de lo común. Pero lo que más la destacaba eran las tonalidades de su voz acariciadora: de su boca y garganta emanaban combinaciones complejas, tonos inesperados, timbres armoniosos, en los cuales se combinaban acordes de arpa con polifonías de oraciones tibetanas. Su conversación era a la vez gorjeo de ruiseñor, diva operática, brisa en el bosque, cascada de cristal.
Años después la vi en mi consultorio. Buenos días doctor. Su voz maravillosa mantenía su encanto embrujador, seductor. Pero su aspecto me asombró: Estaba demacrada, triste, agotada, como pisoteada por la vida, sin energía, sin esperanza. Su sonrisa era un rictus trágico, en vez lucir su porte aristocrático su cuerpo era una imagen de agonía lenta y en lugar de su antigua mirada olímpica sus pupilas reflejaban un agobio indescriptible.
Al auscultar su pecho y ver los resultados de las pruebas comprendí la triste realidad: las resonancias maravillosas que adornaban su voz celestial eran el producto de la tuberculosis que por años había corroído sus pulmones, garganta y cuerdas vocales, creando en esas cavidades las sibilancias armónicas que disimulaban con belleza la enfermedad que pronto la mataría.
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(c) 2007, Raúl Cuestas
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