Una mañana, un poco después de salir de la cama que compartían, Adelaide Lens le dijo al esposo que en adelante la llamase Ekaterina, ya que era la Zarina de Rusia. Lo mismo le comunicó a los criados. El señor Lens no se preocupó, pues no era la primera vez que su joven y bella esposa adoptaba personalidades imaginarias. Tampoco le extrañó que hablase en ruso porque, viniendo de una familia aristocrática, había estudiado idiomas. No hizo comentarios cuando Adelaide dijo que escribiría una carta a Voltaire, ni hubo sobresaltos las veces que, en vez de Jean Francois, le llamó Pedro Fiodorovich. El hombre, de edad madura, sobrellevaba con distinción la extraña personalidad de su mujer.
Los hechos se precipitaron cuando la esposa empezó a frecuentar la oficina, anexa a la casa, en la que un joven contador trabajaba administrando los bienes de la familia. Para el señor Lens, la situación se volvió insoportable el día que encontró la puerta del despacho cerrada con llave y escuchó las risas de su mujer y el trabajador. Observó, además, un cambio en el carácter del joven, quien, de atento y servicial, pasó a mostrar un exceso de confianza y fatuidad.
El señor Lens decidió leer un poco de historia y, en especial, lo concerniente a Catalina La Grande, quien reinó en la Rusia imperial después de la muerte de Pedro III. Quedó tan interesado que estudió todas las monarquías de Europa.
En los días siguientes, disimulando la excesiva confianza que la esposa y el contador mostraban entre sí, compartió con ellos algunos almuerzos en donde, solícito, se ofrecía a servir las bebidas. Pasado un tiempo los amantes enfermaron y murieron. La policía tardó poco en descubrir el crimen.
Le preguntaron: —¿Por qué lo hizo?
Contestó: —Luego de leer lo ocurrido a Pedro III, decidí comportarme como Enrique VIII de Inglaterra.
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© Isabel Herrera de Taylor
Tomado de "La mujer en el jardín y otras impredecibles mujeres" (UTP, Panamá, 2005)
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