Angélica vivía sola. En su apartamento, en la planta baja del edificio, compartía el pasillo de entrada, que terminaba en su puerta, con otras cinco familias. Angélica era pintora y colocaba lienzos sin preparar recostados a la baranda que remataba el final del pasillo.
Un día, Angélica fue a tomar el último lienzo que le quedaba sin preparar, y cuál sería su sorpresa al encontrar entre el lienzo y la baranda, un maletín con cierre de clave y además con llave y pesado.
—Dios mío, ¿quién habrá dejado este maletín aquí, y qué será lo que tiene? Debe estar lleno de droga o dinero. ¿Qué hago, Señor?
Angélica no se atrevió a tomar el lienzo. Pensó que si se perdía el maletín, el delincuente que lo había puesto allí, se vengaría de ella matándola. Se vengaría de ella y de nadie más, puesto que el maletín estaba ante su puerta.
A partir de ese día, Angélica no podía dormir bien. Se imaginaba que el delincuente se asomaría, armado con una metralleta, por la ventana de su habitación y dispararía sin piedad sobre ella. No se atrevía a salir por miedo a que la siguieran y entonces se encerraba en su casa, silenciosa y sin luz.
Pasó una semana y el maletín seguía imperturbable en su escondite. Angélica sentía que el maletín se reía de ella y la castigaba con el encierro.
Todos los días ella se asomaba furtiva a la puerta de su apartamento, levantaba el lienzo, y miraba con la esperanza de que el maletín se hubiera esfumado. Nada. Seguía allí.
Angélica sudaba temerosa. Imaginaba pasos que llegaban a su puerta, y era tan fuerte su imaginación que oía los disparos de la metralleta. Habían ido a matarla.
Entonces comenzó a cerrar la ventana de su cuarto y a dormir en el suelo, así sería más difícil que pudieran dispararle desde la ventana. Dos semanas después, Angélica, toda ojerosa por el miedo, el cansancio y las noches en vela, esperando su muerte segura, se decidió a hablar sobre el maletín, con su vecina de enfrente, una colombiana, que como solución le dice que tire el maletín después de abrirlo.
—Colombiana ladina —piensa Angélica—, bien sabe ella que si el delincuente llega y no ve su maletín, me pone la corbata colombiana. Ella tranquila, que no es su puerta.
Así, Angélica se preocupa aún más, pues piensa que la vecina es capaz de apoderarse del dinero del maletín y de todos modos los delincuentes la iban a matar a ella, pues es su puerta.
Para tranquilizarse un poco y asegurarse de que alguien más sepa sobre el maletín, que si se pierde no es ella, y se lo puedan decir al delincuente, Angélica llama a la vecina de al lado y le cuenta sobre el hallazgo y la conversación con la colombiana.
—El maletín debe estar lleno de dinero —dice la vecina después de tantear su peso—. Abrimos el maletín y nos repartimos el dinero entre las tres.
—Pero es igual —replica Angélica— si el maleante viene y no ve su maletín, es a mí a quien va a matar. No, yo tengo mucho miedo. Yo no toco ese maletín.
Y así, todos los vecinos del edificio se van enterando de la existencia del maletín, y se van reuniendo en la planta baja frente a la puerta de Angélica. Todos curiosos por saber el contenido del maletín. Se empiezan a cruzar apuestas sobre el contenido, traen sillas y almohadones para sentarse, compran cerveza, hielo, vasos de papel y se acomodan a esperar, tal vez el milagro de que el maletín se abra solo, pues nadie se atreve a tocarlo.
—Llamen a Víctor, el teniente amigo de Lorena —dice alguien—, pero que abra el maletín aquí, y que reparta el dinero entre todos.
Así, entre gritos y algarabía llaman al Teniente Víctor, quien dice que llegará en una hora.
Los vecinos comienzan a celebrar el próximo enriquecimiento de todos gracias al dinero del maletín. Ahora ponen música y bailan para hacer más llevadera la hora que tienen que esperar a que llegue Víctor.
Cuarenta y cinco minutos después se abre el portón de la calle. Todos los ojos voltean hacia allá esperando ver aparecer al Teniente Víctor.
No. No es Víctor. Es Antonio, un vecino de la planta baja, decorador de interiores, que estaba de viaje por el interior, y al ver a todos los vecinos reunidos y en fiesta pregunta si adelantaron la navidad. Saca dinero y manda a comprar una botella de ron mientras camina directamente hacia el lienzo. Lo retira, abre el maletín y saca unas muestras de tela de tapiz que entrega a su acompañante mientras le dice:
—Escoja la tela para sus muebles.
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© 2007, Dayra Miranda.
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