—Don Otto —solía decirme Efigenio, el caporal de la finca—, tenga cuidado, he visto que suele regresar a altas horas de la noche y de repente le va a salir la Siguanaba y se lo puede llevar.
—Gracias, Efigenio; pero yo no creo en espantos y menos en aparecidos.
—Conste que se lo he advertido. No hay que creer ni dejar de creer. Todo es posible y si la gente habla, debe tener sus razones.
No le puse atención a sus recomendaciones, ni le dije que eran cuestiones de personas ignorantes, para no ofenderlo; después de todo, sus consejos eran bien intencionados.
Continúe saliendo por las noches, en compañía de mi caballo, el Santiaguito. Le puse ese nombre por su bonita estampa y porque se me imaginaba el corcel que aparece en los escudos de algunas municipalidades y que monta Santiago el Mayor con gallardía y con su espada en alto. Solía ir a la aldea, a veces a ver a alguna de las patojas, a tomarme un par de cervezas o simplemente a platicar con los amigos.
En cierta oportunidad regresaba hacia la finca como a las tres de la madrugada, con unas cuantas cervezas entre pecho y espalda, venía tranquilo, disfrutando de la agradable temperatura costeña y de la luna llena. Atravesé el arco que da entrada a la propiedad, luego crucé el pequeño puente de madera y ahí empezó mi caballo a dar muestras de inquietud, desde ese lugar se veía con claridad la fuente de los siete chorros y en uno de los lavaderos se encontraba una mujer enjabonando alguna ropa, vestía de blanco y el aire jugueteaba con su pelo largo y suelto. Pues sí, mentiría si negara que no me asusté un poco. La alarma que mostraba el caballo, la hora inusual para realizar un trabajo de lavandería más el recuerdo de las recomendaciones de Efigenio hicieron su efecto en mí. Sin embargo, como no soy hombre que huye a la primera, haciendo de tripas corazón forcé a mi montura a seguir la marcha. El Santiaguito, se resistía y ante mi insistencia, continuó, pero no en línea recta hacia el establo, como era su costumbre, sino siguiendo una curva que lo alejaba de la fuente. La mujer continuaba en su labor. Nosotros rodeamos la pila y al otro extremo, el caballo procedió a beber, como era su hábito, pero sin perder el nerviosismo. En ese momento, la mujer me habló:
—Buenas noches, Don Otto.
Su voz me sonó cavernosa, como salida del más allá y se me erizó la piel.
—Buenas noches —respondí lacónico, con temor y más pronto que luego, me alejé sin volver a ver, buscando el refugio de la casa.
Al día siguiente, aún impresionado por la aparición, le dije al caporal:
—Anoche me salió la Siguanaba. Usted tenía razón, no hay que creer ni dejar de creer.
—¿Y cómo fue eso, don Otto? Cuénteme.
Con expectación, le relaté la experiencia vivida y el cabrón, soltó una carcajada y me dijo:
—La que estaba lavando era la Matilde, la hija de don Chilo —y se pegó otra risotada—. Es que cuando le viene su regla se avergüenza y sale a lavar sus trapos cuando cree que nadie podrá verla.
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© 2007, Vicente Antonio Vásquez
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