Cuando el ciego quiso pasar de la acera a la otra orilla de la calle, tomó su bastón de roble labrado por un artesano de Valle de Ángeles, lanzó el caño de madera como extensión de su brazo hacia uno y otro lado, y dando pasos inseguros pero firmes, comenzó la travesía de mar rojo que se suspendía en el aire como las paredes de un túnel acuoso, mientras por atrás se oía el ejército de personas algunas honradas, otras delincuentes, enfermas, sanas, que además producían un cierto ruido pertinaz, mientras el sonido de los motores de los autos ronroneaban en su raudo correr, y él avanzaba no lentamente pero si con algunas precauciones.
Las voces de la multitud se convertían en jerigonzas que revelaban distintas preocupaciones fuesen de trabajo, comercio, estudio, o simples comentarios sobre una acción cualquiera.
Del otro lado Oneida Marilia, cruzaba en sentido contrario al ciego, ella caminaba como modelo de pasarela, los jeans ajustados a su cuerpo parecían resaltar unas extraordinarias caderas con la levedad de lo frágil y sensual, su cabello corto y pintado con rayos de oro combinaba el color negro con el áureo brillo correspondiente. Su cintura diminuta era como la fuente del deseo y la frescura. El contoneo de la reina de belleza de Siguatepeque, ya tenía deslumbrados a los videntes que la miraban pasar por su lado con tanto garbo que cada quien, hombre o mujer, expresaba hacia su interior: qué belleza, Dios mío.
El ciego, con su bastón mecido como hamaca agitada por la fuerza del vaivén, iba tocando acá, rozando allá, punzando allí, golpeando acullá, en fin. Era un espectáculo digno de la mejor cámara de video para un reportaje citadino, y para un mensaje educativo sobre los modos de pasar una calle congestionada por el tráfico y la gente urbana.
Así que ambas figuras contrastantes se encontraron en el paso del primer tercio de la calle desde la perspectiva de la mujer, y dos tercios del sendero desde el punto de vista del ciego. Y como todas las miradas conducían hacia la belleza femenina, nadie reparaba en el ciego que seguía tirando bastonazos para cruzar la calle sin obstáculos que le impidieran su gesta individual. Unos suspiraban, otros lanzaban piropos vulgares, y hasta una que otra mujer volvía a ver a la princesa celestial.
El ciego, en el momento en que rozaron pierna con pierna, brazo con brazo, perfume con perfume, en el entrecruce, no tuvo otro remedio que quitarse los lentes más oscuros jamás producidos por fábrica alguna, y mostrando la blancura de sus pupilas, sólo alcanzó a decir: oléeee belleza resplandeciente, oléee, en el instante en que un auto lo atropelló con fuerza lanzándolo a la acera que él buscaba afanosamente. Cayó dando vueltas de carnero, pero, con agilidad de trabajador circense se levantó y se sacudió la ropa, tomó el bastón que estaba en el suelo, y dijo: por mí, por ti y por todos, no me importante la muerte con tal de tocar la eternidad tan bella como tú mi amor.
Y se perdió entre la multitud lanzando los mismos bastonazos con que apartó la gente en el cruce de la calle. Las risas se dejaron caer como una catarata en la espalda del hombre que finalmente se perdió en la siguiente esquina donde había un rótulo propagandístico de una casa comercial oftalmológica que decía: VER PARA CREER.
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© 2007, Galel Cárdenas.
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